Letargo de días interminables.
El sentimiento se cansa.
Los ojos desconocen las horas.
Da igual que sea de noche o de día,
si no hay amanecer en el horizonte.
Cada segundo es como mil agujas que penetran el alma.
No encuentra puerto el barco de la tristeza en un mar de olvidos desolados.
Y sale el sol lleno de fiaca,
¿para qué brillar en esperanzas muertas?
En la tierra inerte no florecen los colores,
solo hay basura que calentar.
Y te detienes, y respiras…
Si te abrazo, muero,
y si te beso, enfermo,
y si no lo hago, también…
Los tesoros de recuerdo de la playa y los amigos, los viejos amores perdidos, esfumados en distancia.
Nos separa la animosidad.
Damos abrazos en unos y ceros.
Ya nada parece real,
y lo real importa poco.
¿En qué momento perdió la vista el corazón?
Las canas del presente gritan el inevitable caer de las hojas de otoño.
Los oscuros pasillos de mis ojos me avisan que el tiempo se acaba,
y el abrazo del reencuentro sigue corriendo acelerado,
todo mientras me arrastro en espinas que me recuerdan lo efímero
y la utopía de la fe…
Me arrodillo ante la nada, las oraciones no llegan,
ni siquiera las de las viejas que estrujan un rosario y sangran las manos de desilusión.
No hay salto al vacío,
hay salto al hastío.
Ya basta de la mentira insostenible de la felicidad fingida.
Soy y solo soy:
dos piernas, dos brazos, una mente y un corazón maltrecho,
herido de muerte por despedidas,
por desamores y decepciones,
por siembras sin cosechas
y ordeños sin leche fresca.
No hay lugar para volver, porque al pasado no se vuelve…
Solo falta esperar que la última hoja, inevitablemente, bese el suelo del invierno.